Mi primer encuentro con la música no fue un acto consciente, sino una epifanía doméstica: tenía siete años cuando los casetes de Rubber Soul y Abbey Road, adquiridos por mi hermano mayor, irrumpieron en casa como si trajeran consigo una revelación. La voz de Lennon, los acordes de Harrison, las melodías inconfundibles de McCartney… Desde entonces, no dejé de susurrar esos himnos pop como si fueran un conjuro íntimo. Fue ese el germen invisible de algo que, años después, se convertiría en un compromiso profundo con el sonido.
A los doce años, el destino —o una de sus muchas máscaras— se presentó bajo la forma de un pastor protestante. Habíamos emigrado recientemente desde Corea del Sur a Barcelona, en el año 1982, en un contexto familiar marcado por la precariedad económica. Aquel pastor, que además era violinista, ofreció 1 año de clases gratuitas a los niños de nuestra comunidad. Acepté, sin saber que aquel gesto abriría un portal irreversible. Así fue como el violín, casi de forma accidental, se convirtió en mi primera extensión emocional, más tarde continuaría explorando de manera autodidacta.
Un gesto sónico desde la sexta planta
Avanzando hasta los mediados de los años 90´s, me encontré, como tantos jóvenes, buscando nuevas formas de vibrar. Las pistas de baile eran santuarios donde el New Wave, el sonido Manchester, el indie y el post-punk alternativo se fundían con la energía de una generación que necesitaba reinventarse a cada compás. A Saco, un club en Hospitalet, se convirtió en mi escuela nocturna. Allí, de la mano del mítico Dj Amable, descubrí que la música podía ser cuerpo, trance, aceleración: revolución por minuto.
Al poco tiempo, el pulso se trasladó al Nitza Club, en la emblemática Plaza Llongueras. Fue allí donde conocí a Gabi Ruiz y Serapi Soler—quien más tarde cofundarían Primavera Sound— me invitaron a formar parte del movimiento, a traer energía humana a la pista, entre los varios amigos con los que salía se encontraba Aleix Vergés que más tarde se convertiría en Dj Sideral. Empecé como promotor, con un carné de plástico numerado que aún conservo: socio nº 7. Un vestigio de otro tiempo, cuando lo que hoy es gigante aún era un susurro nocturno lleno de posibilidades.
Nadie imaginaba entonces que aquel pequeño núcleo de agitación cultural se convertiría en una fuerza tectónica dentro del paisaje sonoro europeo. Pero todo empieza así: con una canción, una llamada, una noche.
Fue en ese contexto donde conocí a Oswal y Eva, con quienes me invitaron a formar parte de Minema —nombre tomado de un antiguo cine londinense, la ciudad donde se habían conocido y enamorado. La propuesta nació minimalista: dos voces, guitarra, piano y violín. Pero como toda energía que encuentra su cauce, el proyecto creció, sumando bajo y batería, y encontró hogar en un local de ensayo mítico: la Sexta planta del Poblenou, cuna de innumerables bandas que marcaron el pulso cultural de la Barcelona de aquel entonces.

En 1995, Minema dejó una huella tan fugaz como inolvidable: un único y modesto EP de seis piezas, editado por el sello Siesta Records. Lo que parecía apenas una semilla se convirtió en una vibración expansiva. Nuestro primer adelanto, Duets, catalizando nuestra rotación constante en el legendario programa Disco Grande de Radio 3, bajo la tutela sonora de Julio Ruiz.

Cartel del Festival Internacional de música en Benicassim 1996
Aquel año fue un estallido. 1995 marcó el pulso de la efervescencia indie en España, cuando todo era todavía nuevo, visceral, esencial. Fue la época en que los festivales eran ritos de iniciación y no industrias: tocamos en el primer Primavera Sound, en el BAM, y más tarde en el segundo festival internacional de música independiente de Benicàssim (Actualmente FIB), compartiendo escenario con gigantes como Stone Roses, Stereolab, Jesus & Mary Chain, The Chemical Brothers, Orbital….Vivimos el vértigo de un sueño que se volvió tangible por un instante. Minema fue eso: una aparición breve, luminosa, atemporal. No éramos una banda. Éramos una posibilidad. Un eco que aún resuena en quienes lo vivieron.
MINEMA: Belleza en la imperfección, caos en la armonía
Minema no fue simplemente una banda; fuimos una anomalía adorada y al mismo tiempo vilipendiada por quienes no podían soportar que la imperfección se convirtiera en belleza. Tal vez fue inevitable: dos colectivos afines, Minema y Peanut Pie, proyectados como antagonistas por una prensa hambrienta de narrativas, al estilo de aquella batalla mediática entre Oasis y Blur en la Inglaterra de los años noventa.


Cartel del 2º Primavera Sound 1995 / Recuerdo del concierto con Stereolab 1996, en sala Bikini
Esa teatralización forzada de una rivalidad que nunca existió realmente sembró grietas invisibles. Y aunque influyó la crítica en publicaciones en varios medios escritos por aquellos periodistas partidarios de Peanut Pie la que nos empujó hacia la disolución, pero también el percusor real fue la fractura íntima entre nuestras dos fuerzas polares: Oswal, el frontman, y Eva, la frontwoman. El amor se rompió, y con él, la música también.
Minema se desintegró como se desintegran los mitos: no con un estallido, sino con un susurro melancólico. Pero aún hoy, en los ecos, hay quienes encuentran belleza en ese caos.